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La gente de nuestro tiempo acostumbra hablar mediante clichés sin reparar en el hecho que son irreales y negativos. Estos lugares comunes por lo general aparentan ser frases altisonantes, llenas de sabiduría, pero en el fondo no son más que palabras cuidadosamente combinadas para aparentar intelectualidad.

Cuando era chico una señora mayor me enseñó que “las personas nunca cambian verdaderamente, sólo dan una imagen mejorada de sí mismas”. El presidente de un país limítrofe dijo tiempo atrás que mis compatriotas y yo éramos “todos corruptos, desde el primero hasta el último” (cuando esto se hizo público tuvo que viajar a mi nación para pedir disculpas por el trascendido…). Y hace unos meses cierta persona me dijo: “nadie es imprescindible”.

Debo admitir que estoy muy cansado del contenido que encierra este tipo de expresiones. Cansado de tanta generalización, harto de los moldes que establece la sociedad globalizada y disconforme con las mentiras que los medios de comunicación intentan hacernos creer. ¡Cuántos motivos para perdernos en la masa y ser un número más en las estadísticas!

Sin embargo, me alegró mucho redescubrir el inspirador Salmo 139, del famoso rey David. Allí escribió: “Dios mío, tú me conoces muy bien; ¡sabes todo acerca de mí! ¡Jamás podría yo alejarme de tu espíritu, o pretender huir de ti! Tú fuiste quien me formó en el vientre de mi madre, quien formó cada parte de mi cuerpo. Soy una creación maravillosa, y por eso te doy gracias”.

Muchas veces en nuestro entorno podemos escuchar frases hechas que pretenden condicionar nuestra forma de pensar y entender a Dios, nuestro Creador. Sin embargo, ¡qué diferencia encontramos en este poema de David, cuando concluye: “Dios mío, mira en el fondo de mi corazón, y pon a prueba mis pensamientos, dime si mi conducta no te agrada, y enséñame a vivir como quieres que yo viva”!

¿Sabe algo? ¡Todos somos imprescindibles! Si usted no existiera, el mundo no sería el mismo, porque fue creado por Dios como una persona única. Esto le otorga un gran privilegio, pero al mismo tiempo la suprema responsabilidad de relacionarse con Él de manera única, porque “sólo hay un Dios y sólo hay uno que puede ponernos en paz con Dios: el hombre Jesucristo” (1 Timoteo 2:5). ¡Atrévase a vivir esta realidad y su vida cambiará para siempre!