Papel en la boca

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Cuenta una antigua leyenda que en la Edad Media un hombre honorable fue injustamente acusado de haber asesinado a una mujer.

En realidad, el verdadero asesino era una persona muy influyente del reino y por eso, desde el primer momento, se procuró buscar un chivo expiatorio para encubrir al culpable, así que el hombre honesto e inocente fue llevado a juicio, conociendo de antemano que tendría escasas o nulas oportunidades de escapar al terrible veredicto: ¡la horca!.

El juez cuidó, no obstante, de dar al juicio todo el aspecto de justicia, y por ello le dijo al acusado:

Conociendo tu fama de hombre justo y devoto del Señor vamos a dejar en manos de Él tu destino. Vamos a escribir en dos papeles separados las palabras culpable o inocente. Tú escogerás una y será la mano de Dios la que decida tu destino.

Por supuesto, los manejos corruptos habían escrito en los dos papeles la palabra ‘CULPABLE’, y la pobre víctima, aún sin conocer los detalles, se daba
cuenta de que el sistema propuesto era una trampa.
No había escapatoria.

El juez conminó al hombre a tomar uno de los papeles doblados. El hombre respiró profundamente, quedó en silencio por unos segundos, con los ojos
cerrados y, cuando la sala comenzaba a impacientarse, abrió los ojos y con una extraña sonrisa hizo su elección: tomó uno de los papeles y, llevándolo a su boca, ¡se lo tragó rápidamente!.

Sorprendidos e indignados, los presentes protestaron airadamente:

-¿Pero qué hizo? Y ahora, ¿cómo vamos a saber el veredicto?”

Es muy sencillo -respondió el hombre-. Es cuestión de leer el papel que queda y sabremos lo que decía el que yo elegí.

Con rezongos y enojo mal disimulado debieron liberar al acusado y jamás volvieron a molestarlo.

Cuando todo parezca perdido, usa la imaginación.

Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos. (Efesios 1:17-18)

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